Érase una vez, en un lejano país, un pequeño niño que no quería ser mayor. Pero el tiempo pasa inmisericorde, y aquel niño que no quería crecer creció y creció y se hizo mayor. Y al hacerse adulto se le olvidó su sueño de ser siempre un niño, se volvió una persona gris y sin gusto por las cosas buenas de la vida. Pasaba sus días sin pena ni gloria…, no sonreía, no lloraba, no reía, no sentía, había perdido la curiosidad por el mundo. Y su mirada inocente se había apagado. Parecía una máquina que vivía por inercia, una persona gris en un mundo gris. Él se creía feliz en su rutinaria monotonía, en su mundo ordenado de cada día, en el que todo era previsible y no ocurría nada digno de mención que hiciera un día distinto al otro. Le faltaba algo, aunque no era consciente de ello. Pero un día, paseando por el parque, vio a unos niños jugar y se quedó hipnotizado ante las risas y los juegos infantiles, tenían algo que le cautibaba poderosamente... Y cuanto más los miraba más sentía en el est