Paisajes desde el tren (recopilación)
Hace unos años escribí una serie de relatos cortos sobre mis vivencias e impresiones cuando iba a trabajar en tren. Hoy he echado un ojo, he pulido aquellos relatos y los he juntado a modo de recopilación. No es necesario leerlos de golpe, podeis ir de uno en uno, aunque están escritos en orden cronológico, ese orden no es determinante. Espero que os gusten.
Paisajes Desde el Tren - Los Trenes de la Muerte
Voy a trabajar en tren, me parece más económico, más seguro y más ecológico que el coche, tardo más, pero puedo ir leyendo, pensando, escribiendo, durmiendo... Cojo el metro para que me lleve a la estación de cercanías, como no me gusta esperar, salgo de casa con el tiempo justo. Aún así me han sobrado unos minutos, me siento en un banco y me dispongo a leer un poco. El banco se queja con un chirrido al notar mi peso, abro el libro y comienzo a leer, las palabras corren enlazando su mensaje, me pierdo en el mar de las letras. Despierto de mi sopor al notar cómo el banco en el que estoy sentado vuelve a protestar cuando alguien más se sienta sobre él, justo al extremo contrario de donde me encuentro, no le presto atención y sigo con mi lectura.
El tren se acerca a gran velocidad y va frenando al llegar a mi andén... Las puertas se abren y se intercambian pasajeros. Subo los dos escalones y busco asiento, siempre que puedo me siento cerca de una ventana, no me quiero perder nada del paisaje. Arrancamos, el tren coge velocidad y, aunque quiero ver el paisaje, estoy tan inmerso en la lectura que no veo más que palabras, de fondo se oye el traqueteo del tren y voces que no entiendo me llegan como un murmullo distante.
Sigo leyendo, pero interrumpo la lectura al escuchar una voz: "próxima estación Santa Eugenia", mi cuerpo se estremece al recordar que en esta estación unos salvajes hicieron estallar un tren parecido al que estoy en este momento, lo mismo me ocurre al pasar por cada una de las estaciones en las que estallaron los llamados "trenes de la muerte" ese triste 11 de Marzo en el que nos mataron a todos un poco. Ya no puedo seguir leyendo, noto una punzada de dolor en el estómago y una sensación de vacío y de claustrofobia que me ahogan. Me imagino (aunque no quiera) los trenes volando en mil pedazos, los muertos y heridos esparcidos por las vías, me acuerdo de aquel señor que murió porque se libró de una primera explosión y, cuando iba a ayudar a los heridos, le alcanzó de lleno una segunda explosión; pienso en el dolor de tanta gente, los servicios de urgencias desbordados... Y pienso de manera egoísta que tengo suerte, que en caso de volverse a producir algo parecido, lo más probable es que a mí no me alcanzaría, puesto que a la hora que voy no es hora punta; no hay muchos viajeros, y esos hijos de puta lo único que quieren es hacer el máximo daño posible.
Intento apartar esos pensamientos de mi mente, pero no puedo, siguen machacándome con fuerza. Mi cuerpo se vuelve a estremecer mientras mi mente entresaca recuerdos. Aquel día la solidaridad venció al terrorismo, fue el día en que por una vez Madrid quedó en silencio, horrorizada por la barbarie terrorista, fue el día en que por una vez todos los madrileños se volcaron por el bien común, en el que por una vez toda España (y gran parte del mundo) se sintió Madrid.
Recuerdo la gran manifestación: dos millones de personas unidas contra el dolor. Había quien gritaba, había quien tenía un nudo en la garganta que le impedía gritar, quien lloraba a voz en grito o en silencio. La persistente lluvia no impidió a la gente manifestar su dolor "¡no está lloviendo, Madrid está llorando!" "¡Íbamos todos en ese tren!"... Por una vez nos unimos gente de todos los colores, culturas, credos, edades y niveles sociales para hacer lo único que podíamos: desahogarnos, gritar para soltar la rabia, llamar a los terroristas por su nombre: "¡hijos de puta!", demostrarle a los bárbaros que no iban a interferir en nuestra vida, que no les tenemos miedo porque somos más fuertes que ellos.
Doy un pequeño salto atrás y evoco la tarde del mismo 11 M, cuando fui al centro de transfusiones a donar sangre y la enfermera me dijo emocionada: "lo sentimos, no puede donar, estamos desbordados, hay tantas donaciones que no nos da tiempo a procesar la sangre".
Recuerdo lo rápido que se restableció la normalidad pocos días después de los atentados, la estación de Atocha convertida en un altar, el calor de las velas, velas que tapaban las notas de solidaridad, de protesta, de amor, de recuerdo, de ausencia..., notas que tapizaban los suelos, las paredes, los cristales del vestíbulo principal de la estación. Recuerdo...
Mientras escribo esto en mi bloc de notas, me doy cuenta de que estoy atravesando los Montes del Pardo. A ambos lados bosques de encinas, a mi derecha unos ciervos dejan de beber en su abrevadero para ver el tren pasar, un río salta entre las piedras. Mis ojos siguen a una rapaz pequeña de cuyo nombre no me acuerdo, pero el tren me aleja de ella y ya no sé dónde va. Cientos de caminos se entrecruzan escalando lomas, sorteando valles, comunicando vidas. Es invierno, pero el Sol calienta como en primavera. Hay vida.
Paisajes desde el tren - Contrastes
Estoy esperando el tren sentado en aquel banco protestón. No debería salir tan pronto de casa, porque hoy me ha sobrado mucho tiempo y hace frío, tanto que, cosa rara, ha vuelto a nevar en Madrid. Intento leer, pero este frío me tiene tan atontado que el libro no me dice nada, decido guardarlo en la mochila hasta que recupere la voz.
Para un tren en mi vía, pero no es el mío; se trata de un cercanías de dos pisos, lo miro de frente y veo un chico más bien bajito, con gafas, entradas, el pelo muy corto y muy abrigado, que me observa desde la ventanilla con curiosidad. Tardo unos instantes en darme cuenta que soy yo. Bueno, no soy yo, yo soy el que está sentado en el banco..., el que me mira desde la ventanilla del tren es mi reflejo, ¿por qué me mirará? El tren se va y se lleva mi reflejo a un destino distinto del mío, cuando le vea mañana le pediré que me cuente lo que ha hecho mientras hemos estado separados ...
Por fin llega mi tren. Es otro tren de dos pisos, decido subir la pequeña escalera que me lleva al piso superior para así parecer más alto. Desde aquí se ve todo mejor, a mi izquierda un solar plano preparado para ser construido, con las calles trazadas y las farolas puestas. En un lado del solar y hacia el fondo, se eleva una colina de la que sale humo. El paisaje discurre hacia atrás y cruzamos por encima de varias autopistas, veo a mi derecha la M30 colapsada en los dos sentidos, a la izquierda las vías se multiplican por arte de magia y se cruzan unas con otras; algunas se separan trazando una gran curva antes de llegar a la estación y se pierden en el horizonte, otra se desvía a un lado y se mete en un túnel que pasa por debajo de nuestro tren, varias llevan a vías muertas preparadas para una frenada de emergencia...
Dentro del tren una chica muy guapa charla animadamente con una muy fea. Un señor gordo duerme al lado de una chica muy flaca que va oyendo música. Un chico que apesta a perfume y otro que no conoce el jabón pasan a mi lado y se sientan en la parte de atrás. Una señora mayor lleva una maleta llena de objetos, un hombre con aspecto de árabe sólo lleva en su cara los recuerdos. Una persona solitaria y pensativa lleva la sonrisa puesta, otra persona solitaria y pensativa lleva la mala leche a cuestas. Una bella chica negra está sentada al lado de un cuarentón rubio de ojos claros...
Me quedo dormido unos instantes y, cuando despierto, estamos llegando a la estación de Pitis. Una carretera va paralela a la vía del tren a gran altura sobre una loma. A la izquierda, una ciudad de chabolas y, detrás de ellas, un bosque de adosados formando parte del mismo paisaje. El contraste llama la atención, y más al observar que varios hombres de mísero aspecto buscan entre una montaña de escombros algo para sobrevivir a su miseria. ¿Qué pensarán los de los adosados al ver las chabolas? ¿Qué pensarán los chabolistas al ver los adosados? ¿Pueden estar tan cerca y a la vez tan lejos los que viven y los que sólo sobreviven?
Se me antoja como una metáfora de la vida, en la que cada cosa tiene sentido sólo por la existencia de su contraste, es el contraste lo que sostiene el mundo. No existe el blanco sin el negro, la cara sin la cruz, el amor sin el desamor, la vida sin la muerte, la bondad sin la maldad, el futuro sin el pasado...
Paisajes Desde el Tren – Otros Contrastes (frío y calor).
He vuelto a llegar pronto a la estación, el banco protestón no va a volverse a quejar, ni ningún otro, puesto que no pienso sentarme. El Sol está hoy radiante, anunciando una primavera no tan lejana, e invita a quedarse de pie para bañarse en sus rayos. Me quedo así, de pie, me quito el abrigo y me dejo abrazar por el calor. La luz es intensa, pues las nubes se han ido a dormir dejando que la claridad invada todos los rincones. Dejo que la luz y el calor me llenen de energía, de vida. Es una sensación extraña de vitalidad y a la vez de relajación. No hay problemas, no hay prisa, no hay nada, sólo luz y calor, el Sol y yo.
El encanto se rompe cuando mi tren aparece desde el horizonte. Es otro tren de dos pisos, esta vez voy al piso de abajo y busco un sito al lado de la ventana, está difícil porque el tren está casi lleno, pero al fin encuentro sito en un banco de dos plazas, me siento y me fijo en la temperatura del termómetro de mi vagón: marca veinte grados.
Vamos pasando por las principales estaciones de Madrid, se las ve grandes y cuidadas, todas tienen multitud de vías que se cruzan, varios andenes y mucho movimiento de pasajeros. A medida que vamos saliendo de la ciudad, se van haciendo más pequeñas, más descuidadas y el tren va perdiendo pasajeros.
Estamos llegando a la sierra y el Sol sigue con toda su intensidad, al fondo, una cadena de montañas nevadas nos indica que seguimos en invierno. La nieve me ciega por unos momentos y tengo que retirar la vista. La fijo en elementos más cercanos del paisaje y veo, debajo de árboles y arbustos, motas blancas de nieve que se ha negado a derretirse, en los badenes la nieve se agolpa en grupos más compactos. Salvo esos pequeños detalles cualquiera diría que el invierno ha quedado lejos…, y no es así.
Mi estación es pequeña, apenas un apeadero con una pequeña caseta, sólo un andén largo y una sola vía. Cuando me bajo he de dejar que el tren pase para cruzar la vía.
Después del trabajo hago el mismo trayecto a la inversa. Es noche cerrada y he vuelto a llegar pronto a la estación. Me toca esperar. Estoy aterido de frío. Me ajusto el cuello del abrigo, me pongo los guantes y la bufanda y, para tratar de calentarme, recorro el andén de arriba abajo una y otra vez. Algún resquicio en los guantes deja pasar el aire gélido y noto los dedos helados, la parte de la cabeza que no cubre la bufanda también se resiente del frío... ¡Por Dios! ¡Que venga pronto el tren!… Esperar al aire libre con este frío es un infierno. Cuatro o cinco minutos después llega el tren y por fin respiro tranquilo. Subo, me siento de nuevo al lado de la ventana y compruebo la temperatura: un grado. Cuando mi cuerpo se ha templado, me quito el abrigo, los guantes y la bufanda. Estoy solo en el vagón y empiezo a desvariar: ¿y si me pongo a bailar? ¿y si me pongo a cantar?..., el frío me ha debido afectar a la cabeza. Por fin recupero la cordura y miro por la ventana. Fuera sólo hay una oscuridad engañada por las luces de los pueblos por los que pasamos y por las estaciones en las que paramos…
¿Puede hacer frío y calor a la vez? ¿Pueden convivir la luz y la oscuridad? ¿Puede una persona estar sola y acompañada a la vez? ¿Puede alguien estar a la vez cuerdo y loco? ¿Pueden la crueldad y la bondad convivir? ¿Puede…?
Paisajes desde el Tren - Primavera
Después de un tiempo sin coger el tren se hace extraño el volver a subirse a uno, sobre todo si ha habido cambios: cambio de oficina, de horario, de estación, de compañeros, de rutina... Es como volver a empezar; el horario que tan bien te conocías ya no sirve, no conoces las estaciones por las que pasas, los horarios reales no coinciden con los oficiales y el perder un tren supone media hora de espera, y media de retraso...
La primavera ha ganado el pulso al invierno, una primavera de verdad, una de esas primaveras locas en las que tan pronto llueve como hace un sol de justicia, esas primaveras de antes, en las que la vegetación estaba rebosante de vida, plena de belleza, esplendorosa.
La gente ha cambiado con el cambio de estación: la última vez todo el mundo iba con ropa de abrigo y ahora, ¡bendita primavera!, se ven camisetas cortas, escotes, ropa ajustada..., no sé por qué, pero las mujeres están más atractivas… ¿Será la ropa, serán las hormonas, serán mis ojos…?
Como siempre, busco un asiento que me permita observar el paisaje. Tengo suerte, pues el tren está lleno, pero al lado de la ventana hay un asiento libre que me está esperando. Siempre llevo algo para leer, pero, como casi siempre, es más poderoso el paisaje. Guardo el libro y miro. El sol luce con una intensidad cegadora, haciendo los colores más intensos. Grandes praderas verdes, de hierba alta, se extienden por doquier, entre la hierba asoman la cabeza margaritas, amapolas y esas flores violetas de cuyo nombre nunca me acuerdo. Más adelante, grandes extensiones de monte bajo, sobre todo jaras de delicadas flores blancas.
En los montes del Pardo, entre las encinas, se ven pequeños grupos de ciervos pastando tranquilamente, sin prestar la menor atención al tren, ¿cuántas veces lo habrán sentido?, ¿cuántas lo habrán visto? Los jabalíes no aparecen, pero como dicen los gallegos: haberlos, hailos. Quizá se encuentren en la profundidad del bosque, escondidos de la escopeta del cazador. La misma rapaz de la otra vez vuela en el mismo lugar y hacia el mismo lado, como si el tiempo se hubiera congelado un par de meses atrás. No sé por qué esa visión me tranquiliza: después de unos meses sin tren, todo se ha movido para seguir igual.
Cientos de caminos se entrecruzan escalando lomas, sorteando valles, comunicando vidas. El Sol calienta, es primavera. Hay vida.
Un saludo
Eduardo
Escrito en 2006, revisado en Septiembre de 2012
Paisajes Desde el Tren - Los Trenes de la Muerte
Voy a trabajar en tren, me parece más económico, más seguro y más ecológico que el coche, tardo más, pero puedo ir leyendo, pensando, escribiendo, durmiendo... Cojo el metro para que me lleve a la estación de cercanías, como no me gusta esperar, salgo de casa con el tiempo justo. Aún así me han sobrado unos minutos, me siento en un banco y me dispongo a leer un poco. El banco se queja con un chirrido al notar mi peso, abro el libro y comienzo a leer, las palabras corren enlazando su mensaje, me pierdo en el mar de las letras. Despierto de mi sopor al notar cómo el banco en el que estoy sentado vuelve a protestar cuando alguien más se sienta sobre él, justo al extremo contrario de donde me encuentro, no le presto atención y sigo con mi lectura.
El tren se acerca a gran velocidad y va frenando al llegar a mi andén... Las puertas se abren y se intercambian pasajeros. Subo los dos escalones y busco asiento, siempre que puedo me siento cerca de una ventana, no me quiero perder nada del paisaje. Arrancamos, el tren coge velocidad y, aunque quiero ver el paisaje, estoy tan inmerso en la lectura que no veo más que palabras, de fondo se oye el traqueteo del tren y voces que no entiendo me llegan como un murmullo distante.
Sigo leyendo, pero interrumpo la lectura al escuchar una voz: "próxima estación Santa Eugenia", mi cuerpo se estremece al recordar que en esta estación unos salvajes hicieron estallar un tren parecido al que estoy en este momento, lo mismo me ocurre al pasar por cada una de las estaciones en las que estallaron los llamados "trenes de la muerte" ese triste 11 de Marzo en el que nos mataron a todos un poco. Ya no puedo seguir leyendo, noto una punzada de dolor en el estómago y una sensación de vacío y de claustrofobia que me ahogan. Me imagino (aunque no quiera) los trenes volando en mil pedazos, los muertos y heridos esparcidos por las vías, me acuerdo de aquel señor que murió porque se libró de una primera explosión y, cuando iba a ayudar a los heridos, le alcanzó de lleno una segunda explosión; pienso en el dolor de tanta gente, los servicios de urgencias desbordados... Y pienso de manera egoísta que tengo suerte, que en caso de volverse a producir algo parecido, lo más probable es que a mí no me alcanzaría, puesto que a la hora que voy no es hora punta; no hay muchos viajeros, y esos hijos de puta lo único que quieren es hacer el máximo daño posible.
Intento apartar esos pensamientos de mi mente, pero no puedo, siguen machacándome con fuerza. Mi cuerpo se vuelve a estremecer mientras mi mente entresaca recuerdos. Aquel día la solidaridad venció al terrorismo, fue el día en que por una vez Madrid quedó en silencio, horrorizada por la barbarie terrorista, fue el día en que por una vez todos los madrileños se volcaron por el bien común, en el que por una vez toda España (y gran parte del mundo) se sintió Madrid.
Recuerdo la gran manifestación: dos millones de personas unidas contra el dolor. Había quien gritaba, había quien tenía un nudo en la garganta que le impedía gritar, quien lloraba a voz en grito o en silencio. La persistente lluvia no impidió a la gente manifestar su dolor "¡no está lloviendo, Madrid está llorando!" "¡Íbamos todos en ese tren!"... Por una vez nos unimos gente de todos los colores, culturas, credos, edades y niveles sociales para hacer lo único que podíamos: desahogarnos, gritar para soltar la rabia, llamar a los terroristas por su nombre: "¡hijos de puta!", demostrarle a los bárbaros que no iban a interferir en nuestra vida, que no les tenemos miedo porque somos más fuertes que ellos.
Doy un pequeño salto atrás y evoco la tarde del mismo 11 M, cuando fui al centro de transfusiones a donar sangre y la enfermera me dijo emocionada: "lo sentimos, no puede donar, estamos desbordados, hay tantas donaciones que no nos da tiempo a procesar la sangre".
Recuerdo lo rápido que se restableció la normalidad pocos días después de los atentados, la estación de Atocha convertida en un altar, el calor de las velas, velas que tapaban las notas de solidaridad, de protesta, de amor, de recuerdo, de ausencia..., notas que tapizaban los suelos, las paredes, los cristales del vestíbulo principal de la estación. Recuerdo...
Mientras escribo esto en mi bloc de notas, me doy cuenta de que estoy atravesando los Montes del Pardo. A ambos lados bosques de encinas, a mi derecha unos ciervos dejan de beber en su abrevadero para ver el tren pasar, un río salta entre las piedras. Mis ojos siguen a una rapaz pequeña de cuyo nombre no me acuerdo, pero el tren me aleja de ella y ya no sé dónde va. Cientos de caminos se entrecruzan escalando lomas, sorteando valles, comunicando vidas. Es invierno, pero el Sol calienta como en primavera. Hay vida.
Paisajes desde el tren - Contrastes
Estoy esperando el tren sentado en aquel banco protestón. No debería salir tan pronto de casa, porque hoy me ha sobrado mucho tiempo y hace frío, tanto que, cosa rara, ha vuelto a nevar en Madrid. Intento leer, pero este frío me tiene tan atontado que el libro no me dice nada, decido guardarlo en la mochila hasta que recupere la voz.
Para un tren en mi vía, pero no es el mío; se trata de un cercanías de dos pisos, lo miro de frente y veo un chico más bien bajito, con gafas, entradas, el pelo muy corto y muy abrigado, que me observa desde la ventanilla con curiosidad. Tardo unos instantes en darme cuenta que soy yo. Bueno, no soy yo, yo soy el que está sentado en el banco..., el que me mira desde la ventanilla del tren es mi reflejo, ¿por qué me mirará? El tren se va y se lleva mi reflejo a un destino distinto del mío, cuando le vea mañana le pediré que me cuente lo que ha hecho mientras hemos estado separados ...
Por fin llega mi tren. Es otro tren de dos pisos, decido subir la pequeña escalera que me lleva al piso superior para así parecer más alto. Desde aquí se ve todo mejor, a mi izquierda un solar plano preparado para ser construido, con las calles trazadas y las farolas puestas. En un lado del solar y hacia el fondo, se eleva una colina de la que sale humo. El paisaje discurre hacia atrás y cruzamos por encima de varias autopistas, veo a mi derecha la M30 colapsada en los dos sentidos, a la izquierda las vías se multiplican por arte de magia y se cruzan unas con otras; algunas se separan trazando una gran curva antes de llegar a la estación y se pierden en el horizonte, otra se desvía a un lado y se mete en un túnel que pasa por debajo de nuestro tren, varias llevan a vías muertas preparadas para una frenada de emergencia...
Dentro del tren una chica muy guapa charla animadamente con una muy fea. Un señor gordo duerme al lado de una chica muy flaca que va oyendo música. Un chico que apesta a perfume y otro que no conoce el jabón pasan a mi lado y se sientan en la parte de atrás. Una señora mayor lleva una maleta llena de objetos, un hombre con aspecto de árabe sólo lleva en su cara los recuerdos. Una persona solitaria y pensativa lleva la sonrisa puesta, otra persona solitaria y pensativa lleva la mala leche a cuestas. Una bella chica negra está sentada al lado de un cuarentón rubio de ojos claros...
Me quedo dormido unos instantes y, cuando despierto, estamos llegando a la estación de Pitis. Una carretera va paralela a la vía del tren a gran altura sobre una loma. A la izquierda, una ciudad de chabolas y, detrás de ellas, un bosque de adosados formando parte del mismo paisaje. El contraste llama la atención, y más al observar que varios hombres de mísero aspecto buscan entre una montaña de escombros algo para sobrevivir a su miseria. ¿Qué pensarán los de los adosados al ver las chabolas? ¿Qué pensarán los chabolistas al ver los adosados? ¿Pueden estar tan cerca y a la vez tan lejos los que viven y los que sólo sobreviven?
Se me antoja como una metáfora de la vida, en la que cada cosa tiene sentido sólo por la existencia de su contraste, es el contraste lo que sostiene el mundo. No existe el blanco sin el negro, la cara sin la cruz, el amor sin el desamor, la vida sin la muerte, la bondad sin la maldad, el futuro sin el pasado...
Paisajes Desde el Tren – Otros Contrastes (frío y calor).
He vuelto a llegar pronto a la estación, el banco protestón no va a volverse a quejar, ni ningún otro, puesto que no pienso sentarme. El Sol está hoy radiante, anunciando una primavera no tan lejana, e invita a quedarse de pie para bañarse en sus rayos. Me quedo así, de pie, me quito el abrigo y me dejo abrazar por el calor. La luz es intensa, pues las nubes se han ido a dormir dejando que la claridad invada todos los rincones. Dejo que la luz y el calor me llenen de energía, de vida. Es una sensación extraña de vitalidad y a la vez de relajación. No hay problemas, no hay prisa, no hay nada, sólo luz y calor, el Sol y yo.
El encanto se rompe cuando mi tren aparece desde el horizonte. Es otro tren de dos pisos, esta vez voy al piso de abajo y busco un sito al lado de la ventana, está difícil porque el tren está casi lleno, pero al fin encuentro sito en un banco de dos plazas, me siento y me fijo en la temperatura del termómetro de mi vagón: marca veinte grados.
Vamos pasando por las principales estaciones de Madrid, se las ve grandes y cuidadas, todas tienen multitud de vías que se cruzan, varios andenes y mucho movimiento de pasajeros. A medida que vamos saliendo de la ciudad, se van haciendo más pequeñas, más descuidadas y el tren va perdiendo pasajeros.
Estamos llegando a la sierra y el Sol sigue con toda su intensidad, al fondo, una cadena de montañas nevadas nos indica que seguimos en invierno. La nieve me ciega por unos momentos y tengo que retirar la vista. La fijo en elementos más cercanos del paisaje y veo, debajo de árboles y arbustos, motas blancas de nieve que se ha negado a derretirse, en los badenes la nieve se agolpa en grupos más compactos. Salvo esos pequeños detalles cualquiera diría que el invierno ha quedado lejos…, y no es así.
Mi estación es pequeña, apenas un apeadero con una pequeña caseta, sólo un andén largo y una sola vía. Cuando me bajo he de dejar que el tren pase para cruzar la vía.
Después del trabajo hago el mismo trayecto a la inversa. Es noche cerrada y he vuelto a llegar pronto a la estación. Me toca esperar. Estoy aterido de frío. Me ajusto el cuello del abrigo, me pongo los guantes y la bufanda y, para tratar de calentarme, recorro el andén de arriba abajo una y otra vez. Algún resquicio en los guantes deja pasar el aire gélido y noto los dedos helados, la parte de la cabeza que no cubre la bufanda también se resiente del frío... ¡Por Dios! ¡Que venga pronto el tren!… Esperar al aire libre con este frío es un infierno. Cuatro o cinco minutos después llega el tren y por fin respiro tranquilo. Subo, me siento de nuevo al lado de la ventana y compruebo la temperatura: un grado. Cuando mi cuerpo se ha templado, me quito el abrigo, los guantes y la bufanda. Estoy solo en el vagón y empiezo a desvariar: ¿y si me pongo a bailar? ¿y si me pongo a cantar?..., el frío me ha debido afectar a la cabeza. Por fin recupero la cordura y miro por la ventana. Fuera sólo hay una oscuridad engañada por las luces de los pueblos por los que pasamos y por las estaciones en las que paramos…
¿Puede hacer frío y calor a la vez? ¿Pueden convivir la luz y la oscuridad? ¿Puede una persona estar sola y acompañada a la vez? ¿Puede alguien estar a la vez cuerdo y loco? ¿Pueden la crueldad y la bondad convivir? ¿Puede…?
Paisajes desde el Tren - Primavera
Después de un tiempo sin coger el tren se hace extraño el volver a subirse a uno, sobre todo si ha habido cambios: cambio de oficina, de horario, de estación, de compañeros, de rutina... Es como volver a empezar; el horario que tan bien te conocías ya no sirve, no conoces las estaciones por las que pasas, los horarios reales no coinciden con los oficiales y el perder un tren supone media hora de espera, y media de retraso...
La primavera ha ganado el pulso al invierno, una primavera de verdad, una de esas primaveras locas en las que tan pronto llueve como hace un sol de justicia, esas primaveras de antes, en las que la vegetación estaba rebosante de vida, plena de belleza, esplendorosa.
La gente ha cambiado con el cambio de estación: la última vez todo el mundo iba con ropa de abrigo y ahora, ¡bendita primavera!, se ven camisetas cortas, escotes, ropa ajustada..., no sé por qué, pero las mujeres están más atractivas… ¿Será la ropa, serán las hormonas, serán mis ojos…?
Como siempre, busco un asiento que me permita observar el paisaje. Tengo suerte, pues el tren está lleno, pero al lado de la ventana hay un asiento libre que me está esperando. Siempre llevo algo para leer, pero, como casi siempre, es más poderoso el paisaje. Guardo el libro y miro. El sol luce con una intensidad cegadora, haciendo los colores más intensos. Grandes praderas verdes, de hierba alta, se extienden por doquier, entre la hierba asoman la cabeza margaritas, amapolas y esas flores violetas de cuyo nombre nunca me acuerdo. Más adelante, grandes extensiones de monte bajo, sobre todo jaras de delicadas flores blancas.
En los montes del Pardo, entre las encinas, se ven pequeños grupos de ciervos pastando tranquilamente, sin prestar la menor atención al tren, ¿cuántas veces lo habrán sentido?, ¿cuántas lo habrán visto? Los jabalíes no aparecen, pero como dicen los gallegos: haberlos, hailos. Quizá se encuentren en la profundidad del bosque, escondidos de la escopeta del cazador. La misma rapaz de la otra vez vuela en el mismo lugar y hacia el mismo lado, como si el tiempo se hubiera congelado un par de meses atrás. No sé por qué esa visión me tranquiliza: después de unos meses sin tren, todo se ha movido para seguir igual.
Cientos de caminos se entrecruzan escalando lomas, sorteando valles, comunicando vidas. El Sol calienta, es primavera. Hay vida.
Un saludo
Eduardo
Escrito en 2006, revisado en Septiembre de 2012
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