Hobo
Hobo jamás me dijo cómo se llamaba, pero ese es el nombre que me vino a la mente cuando le conocí.
Aquella mañana de frío invierno salí a pasear por el monte con mi abrigo nuevo, tan necesario para combatir la gélida temperatura. El camino de tierra me conducía entre jaras, romero, tomillo y otros matorrales cuyo nombre desconozco, hacia la cumbre de la montaña. A media altura los jóvenes pinos recién repoblados se alternaban con otros de gran porte y solera. La cumbre estaba totalmente pelada, salvo por algunas hierbas resistentes a los extremos climáticos de las alturas.
Avanzaba con esfuerzo debido a la gran inclinación de la pendiente y lo bacheado del camino. Un poco más arriba se abría y despejaba dando lugar a una amplia explanada, limitada por una barrera de piedras que formaba una suerte de parapeto. Detrás del escudo de piedras y pegadas a él se agolpaban las zarzas, detrás de ellas se extendía el campo, plagado de hierba más crecida de lo normal y de monte bajo.
Me encontraba algo cansado y busqué una piedra adecuada que me sirviera de banco en el que recuperar el resuello. Me senté y me dispuse a contemplar la belleza del campo que se extendía ante mí y del pinar que reinaba un poco más arriba, ya llegando a la cumbre de la montaña.
En eso estaba cuando me llamó poderosamente la atención un bulto gris que no lograba reconocer, aunque se trataba de algo que, evidentemente, no debía estar allí. Aquel bulto que rompía la armonía del paisaje atrajo tanto mi curiosidad que no pude evitar la tentación de verlo de cerca. Se encontraba detrás de la barrera de piedras, en medio de la maleza, por lo que tuve que buscar entre las zarzas un hueco por el que pasar. Lo logré con cierta dificultad y con el amargo premio de alguna herida de guerra en mis piernas. Caminé entre la maleza y al acercarme y reconocer qué era aquello se me erizaron los bellos al contemplar la barbarie.
Allí tendido, como un fardo sin vida, se encontraba lo que seguramente había sido un bello ejemplar entre los de su raza. Estaba tendido, inerte, y pude ver que alguien se había ensañado con él, estaba lleno de magulladuras, golpes y heridas. Aquel animal había recibido una brutal paliza…
Le dí por muerto, pero cuando iba a darme la vuelta abrió los ojos, alzó el cuello y soltó un pequeño quejido, como pidiendo una segunda oportunidad. Sentí que me llamaba, que requería mi ayuda. Sin pensarlo dos veces me quité el abrigo y envolví con él a aquel ser extraordinario. Le cogí en brazos y él gruñó por el dolor de sus heridas. Traté de llevármelo moviéndole lo menos posible, pero cada movimiento suponía una tortura para él. El lobo pesaba más de lo que yo había calculado, por lo que improvisé unas parihuelas con el abrigo y un par de palos. Trataba de llevarlas lo más elevadas posible para que el cuerpo del animal no rozara el suelo y que el único contacto con éste fueran los extremos de los palos. Cada vez que algún bache le hacía moverse o rozaba el suelo soltaba un quejido.
Así logré llevarle hasta casa, pero necesitaba veterinario. Le monté en el coche y le llevé a un veterinario de guardia.
- Uf, está fatal, yo que tú me iría despidiendo de salvarle, el salvaje que hizo esto se ensañó demasiado con él, está más muerto que vivo.
- ¿Y no se puede hacer nada…?
- Haré todo lo que esté en mi mano, pero no puedo asegurarte nada.
- Muchas gracias, si hace falta le cuidaré yo, me siento responsable de él.
- Me parece bien, pero recuerda que no es un perro.
El veterinario cumplió con su parte del trato y le curó lo mejor que su ciencia le permitía, aunque no albergaba muchas esperanzas de recuperación. Yo iba a diario a ver a mi lobo, que poco a poco parecía revivir. Cuando escuchaba mi voz movía el rabo levemente.
- Parece enteramente un perro, mira cómo se pone cuando me ve.
- Sí, son muy similares, además te está agradecido.
Pasaron los días y se obró el milagro. El paciente, aunque debilitado, se pudo levantar. Fue entonces cuando me lo llevé a casa para cuidarle. Todos los días le cambiaba las vendas, le ponía agua y le daba de comer. Al principio rehuía mi contacto, pero poco a poco se fue convenciendo de que las caricias no eran sólo para su cuerpo sino para su alma, acabó convencido de que aquello era agradable y al final me pedía caricias a todas horas.
Cada mañana le sacaba a pasear; primero paseos cortos para no cansarle, y cada vez más largos para que fuera cogiendo la fuerza de antaño. Aquel ejemplar de lobo recuperó su antiguo esplendor y su elegante planta de animal salvaje. De la paliza le quedó una única secuela, una ligera cojera que apenas se notaba y que no le impedía correr.
Yo notaba que en nuestros paseos Hobo cada vez se distanciaba más y tardaba más en acudir a mi llamada. Cuando estábamos en casa siempre miraba la puerta inquieto, como si sus compañeros le llamaran fuera de los muros del hogar.
Un animal salvaje no ha nacido para estar encerrado, y yo sabía que la hora estaba cercana. Nuestro último día juntos Hobo estaba más excitado de lo normal, muy cariñoso y juguetón, no dejaba de lamerme y de mover el rabo, como si fuera un cachorro.
Ambos sabíamos que iba a ser nuestro último paseo, la llamada de la selva era muy poderosa. Caminamos juntos hasta el lugar donde le encontré, me lamió las manos nerviosamente y miró hacia el pinar. Me miró a los ojos con una mirada llena de agradecimiento y ternura, me estaba pidiendo permiso para marcharse.
- ¡Vete Hobo! Eres libre de nuevo, has nacido para la libertad. Que no te pese, mi amigo.
Hobo me lamió por última vez y se dirigió hacia el bosque, primero con paso lento, apesadumbrado, pero cada vez más firme y constante, como sólo los lobos saben caminar, y su silueta se fue diluyendo entre los pinos hasta desaparecer…
Me dirigí a casa con lágrimas en los ojos por haber perdido un amigo, pero sabiendo que era lo mejor para ambos.
Las noches de luna llena le imagino feliz aullando a la luna junto a sus compañeros de manada. Mi lado salvaje aúlla con ellos.
EMS, noviembre 08
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Texto perteneciente al certamen semanal desaparecido "Albanta 3.0", tema: "Aullando a la luna"
Aquella mañana de frío invierno salí a pasear por el monte con mi abrigo nuevo, tan necesario para combatir la gélida temperatura. El camino de tierra me conducía entre jaras, romero, tomillo y otros matorrales cuyo nombre desconozco, hacia la cumbre de la montaña. A media altura los jóvenes pinos recién repoblados se alternaban con otros de gran porte y solera. La cumbre estaba totalmente pelada, salvo por algunas hierbas resistentes a los extremos climáticos de las alturas.
Avanzaba con esfuerzo debido a la gran inclinación de la pendiente y lo bacheado del camino. Un poco más arriba se abría y despejaba dando lugar a una amplia explanada, limitada por una barrera de piedras que formaba una suerte de parapeto. Detrás del escudo de piedras y pegadas a él se agolpaban las zarzas, detrás de ellas se extendía el campo, plagado de hierba más crecida de lo normal y de monte bajo.
Me encontraba algo cansado y busqué una piedra adecuada que me sirviera de banco en el que recuperar el resuello. Me senté y me dispuse a contemplar la belleza del campo que se extendía ante mí y del pinar que reinaba un poco más arriba, ya llegando a la cumbre de la montaña.
En eso estaba cuando me llamó poderosamente la atención un bulto gris que no lograba reconocer, aunque se trataba de algo que, evidentemente, no debía estar allí. Aquel bulto que rompía la armonía del paisaje atrajo tanto mi curiosidad que no pude evitar la tentación de verlo de cerca. Se encontraba detrás de la barrera de piedras, en medio de la maleza, por lo que tuve que buscar entre las zarzas un hueco por el que pasar. Lo logré con cierta dificultad y con el amargo premio de alguna herida de guerra en mis piernas. Caminé entre la maleza y al acercarme y reconocer qué era aquello se me erizaron los bellos al contemplar la barbarie.
Allí tendido, como un fardo sin vida, se encontraba lo que seguramente había sido un bello ejemplar entre los de su raza. Estaba tendido, inerte, y pude ver que alguien se había ensañado con él, estaba lleno de magulladuras, golpes y heridas. Aquel animal había recibido una brutal paliza…
Le dí por muerto, pero cuando iba a darme la vuelta abrió los ojos, alzó el cuello y soltó un pequeño quejido, como pidiendo una segunda oportunidad. Sentí que me llamaba, que requería mi ayuda. Sin pensarlo dos veces me quité el abrigo y envolví con él a aquel ser extraordinario. Le cogí en brazos y él gruñó por el dolor de sus heridas. Traté de llevármelo moviéndole lo menos posible, pero cada movimiento suponía una tortura para él. El lobo pesaba más de lo que yo había calculado, por lo que improvisé unas parihuelas con el abrigo y un par de palos. Trataba de llevarlas lo más elevadas posible para que el cuerpo del animal no rozara el suelo y que el único contacto con éste fueran los extremos de los palos. Cada vez que algún bache le hacía moverse o rozaba el suelo soltaba un quejido.
Así logré llevarle hasta casa, pero necesitaba veterinario. Le monté en el coche y le llevé a un veterinario de guardia.
- Uf, está fatal, yo que tú me iría despidiendo de salvarle, el salvaje que hizo esto se ensañó demasiado con él, está más muerto que vivo.
- ¿Y no se puede hacer nada…?
- Haré todo lo que esté en mi mano, pero no puedo asegurarte nada.
- Muchas gracias, si hace falta le cuidaré yo, me siento responsable de él.
- Me parece bien, pero recuerda que no es un perro.
El veterinario cumplió con su parte del trato y le curó lo mejor que su ciencia le permitía, aunque no albergaba muchas esperanzas de recuperación. Yo iba a diario a ver a mi lobo, que poco a poco parecía revivir. Cuando escuchaba mi voz movía el rabo levemente.
- Parece enteramente un perro, mira cómo se pone cuando me ve.
- Sí, son muy similares, además te está agradecido.
Pasaron los días y se obró el milagro. El paciente, aunque debilitado, se pudo levantar. Fue entonces cuando me lo llevé a casa para cuidarle. Todos los días le cambiaba las vendas, le ponía agua y le daba de comer. Al principio rehuía mi contacto, pero poco a poco se fue convenciendo de que las caricias no eran sólo para su cuerpo sino para su alma, acabó convencido de que aquello era agradable y al final me pedía caricias a todas horas.
Cada mañana le sacaba a pasear; primero paseos cortos para no cansarle, y cada vez más largos para que fuera cogiendo la fuerza de antaño. Aquel ejemplar de lobo recuperó su antiguo esplendor y su elegante planta de animal salvaje. De la paliza le quedó una única secuela, una ligera cojera que apenas se notaba y que no le impedía correr.
Yo notaba que en nuestros paseos Hobo cada vez se distanciaba más y tardaba más en acudir a mi llamada. Cuando estábamos en casa siempre miraba la puerta inquieto, como si sus compañeros le llamaran fuera de los muros del hogar.
Un animal salvaje no ha nacido para estar encerrado, y yo sabía que la hora estaba cercana. Nuestro último día juntos Hobo estaba más excitado de lo normal, muy cariñoso y juguetón, no dejaba de lamerme y de mover el rabo, como si fuera un cachorro.
Ambos sabíamos que iba a ser nuestro último paseo, la llamada de la selva era muy poderosa. Caminamos juntos hasta el lugar donde le encontré, me lamió las manos nerviosamente y miró hacia el pinar. Me miró a los ojos con una mirada llena de agradecimiento y ternura, me estaba pidiendo permiso para marcharse.
- ¡Vete Hobo! Eres libre de nuevo, has nacido para la libertad. Que no te pese, mi amigo.
Hobo me lamió por última vez y se dirigió hacia el bosque, primero con paso lento, apesadumbrado, pero cada vez más firme y constante, como sólo los lobos saben caminar, y su silueta se fue diluyendo entre los pinos hasta desaparecer…
Me dirigí a casa con lágrimas en los ojos por haber perdido un amigo, pero sabiendo que era lo mejor para ambos.
Las noches de luna llena le imagino feliz aullando a la luna junto a sus compañeros de manada. Mi lado salvaje aúlla con ellos.
EMS, noviembre 08
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Texto perteneciente al certamen semanal desaparecido "Albanta 3.0", tema: "Aullando a la luna"
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