Sangre en el viento (7º certamen Albanta 3.0)

Con este texto quedé segundo en el 7º certamen Albanta 3.0


–Este sitio es perfecto, aquí es donde lo haré, ya está decidido... – dijiste con una sonrisa entre sarcástica y melancólica.

Aquella terraza era la mejor de la casa, amplia, cuadrada, con una gran voladizo que le daba el aspecto de estar suspendida en el aire. Con mucho mimo hicimos de ella un lugar acogedor, nuestro sitio para comer, cenar, contarnos las cosas del día, donde reír, llorar, hacer el amor... Era el lugar de la casa donde mejor se respiraba en el largo y caluroso verano; siempre corría una agradable brisa que amainaba el calor. Desde aquella barandilla de hierro forjado que tú te empeñaste en pintar en azul “así se camufla con el mar...” contemplábamos abrazados unas espectaculares puestas de sol “mira, parece que nuestro mar se incendia”.

–No digas tonterías, me estás asustando. Anda, dame un beso, que me voy a currar –me abrazaste largamente y me plantaste un sonoro y cálido beso...

Nunca llegué a saber cuándo empezaron tus problemas internos, tampoco sé por qué pensaste que el alcohol era una buena medicina “es sólo una copa, me ayuda a relajarme”. Al principio fue así, podías controlarlo, pero sin darnos cuenta la copa fue creciendo... Los días buenos, cuando llegaba a casa después de trabajar, te encontraba tirada semiinconsciente en cualquier rincón, con la botella de ron en la mano y murmurando palabras ininteligibles. Yo te desnudaba con cuidado, te daba una ducha, te secaba con mucho mimo, te ponía el camisón, te llevaba en brazos a la cama y con un beso te arropaba y velaba tu sueño. Eso los días buenos, de los malos prefiero no acordarme.
Poco a poco fuiste saliendo del pozo, aquellas sesiones interminables de terapia obraron milagros en ti, hasta que casi volviste a ser la misma mujer alegre de la que me enamoré. Volviste a salir a la calle, a quedar con tus amigas y a interesarte por todo. Incluso recuperaste peso “¿a que estoy guapa gordita?”. Sí, eras preciosa. Aparentemente estabas bien, pero hubo algo que jamás recuperaste: el brillo de tu mirada. Aquel brillo sutil, lleno de vida, dejó de existir, quedaba una mirada fría que sólo brillaba en contadas ocasiones.
Sí, dejaste el alcohol, pero no recuperaste la vida “no valgo para nada” “estás mejor sin mí” “quizá sea mejor acabar de una vez”. Cada vez que decías eso yo te daba mil y una razones para vivir. Al final consentías, me abrazabas y con un “te quiero, siempre te querré, eres lo mejor que me ha pasado jamás” cerrabas la conversación.

Aquel fatídico día llegué del trabajo más tarde que de costumbre, ya estaba anocheciendo, crucé la verja por la puerta trasera, la que quedaba justo debajo de nuestra terraza favorita. Justo cuando llegaba a ella sopló una ráfaga de viento que me empapó de sangre...
Miré hacia arriba y sólo vi un brazo colgando desde la terraza, un brazo herido en la muñeca..., la puerta por la que se escapó tu vida a borbotones.

EMS, agosto 08

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